Hay una cosa que llama la atención en Jean Prieur: mezcla su experiencia con datos de competente y fino observador. En este texto, por ejemplo, alude a esas experiencias de las que nos hablaba cuando estuvo en Madrid. Son esas palabrasflechas, que unas veces le venían en sueños y otras a través de la Escritura.

La noche del 21 al 22 de diciembre de 1970 le llegan estas palabras de la Escritura: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas». Luego, decía, trabajaba esas palabras-flechas. En este caso, analiza el texto griego y corrige a determinados autores que traducen: «varias moradas», cuando se debe traducir: «muchas moradas».

Lo mismo ocurre con el título que da a este apartado: ¡Felices los corintios! Aquí mezcla también experiencia y competencia.

¡Buen día!

VII– LA CASA DEL PADRE (continuación)

28. UNO, ÚNICO, UNIVERSAL O EL CAMINO DE CORINTO (2ª parte)

II

¡FELICES LOS CORINTIOS!

Ahora que han pasado treinta y ocho años, puedo analizar esta experiencia como si la hubiera vivido otro. Con la distancia, con lo que he aprendido entretanto, con el niágara de acontecimientos, la comprendo mejor. Era necesaria esta distancia para que las ramas de los árboles no me impidieran ver el bosque. Para que captase toda su importancia, tenía que asistir a treinta y siete años de revueltas políticas y sociales, pero sobre todo religiosas y metafísicas.

¿Qué ángel, qué mensajero del eterno verano?

En primer lugar, ¿quién me había respondido en el camino de Corinto? En la noche de noviembre, supe quién era él, o más bien, la compañera invisible. Pero en esta mañana de agosto, ¿quién descendió hasta mi soledad? ¿Quién se molestó en aportarme esta palabra? ¿Quién conocía mi búsqueda aún más a tientas que hoy? ¿qué ángel? ¿qué mensajero del eterno verano?

No diré: ¿qué Dios? no tendré la presunción ni la ingenuidad de que, entre Sición y Corinto, encontré al Señor de los mundos: en los caminos de la tierra no se encuentra a Dios, a lo sumo a sus profetas o, en rarísimas circunstancias, a su Cristo.

Admiro siempre a las personas que tienen en directo al Creador, al Mediador, a los mayores santos y a los apóstoles. Para ellos, si tienen la suerte de tener abiertos los ojos espirituales y de estar en relación con las zonas puras del mundo paralelo, no hay problema: toda aparición de hombre joven será Cristo; toda aparición de mujer llevando un velo será la Virgen.

En todo caso, lo que viví venía de más lejos, de más arriba que el mundo de los espíritus, aquello venía del mundo del Espíritu. Esta certeza, esta alegría era mi garantía… jamás se equivoca ese corazón que arde dentro de nosotros.

Si el mundo de los espíritus es hablador, el mundo del Espíritu es casi siempre lacónico. Da algunas frases, la mayoría de las veces solo una, una proposición general que sirve al pensamiento de principio, de centro de gravedad.

Las palabras-flechas

«Primero encontrarás, luego buscarás. Todo debe ser recuperado por cada uno. Se te muestra una luz, a ti el seguir su estela. Te dan una línea maestra, a ti el caminar en esa dirección.»

De esas palabras que se reciben en tal lugar, a tal hora, como proyectiles, en pleno cerebro y en pleno corazón, de esas palabras-flechas, yo he recibido otras que se intercalan a lo largo de los años. Unas veces, vienen con los sueños de la mañana, como éstas: «Lo que os salva, es que los reinos de Satán están divididos contra sí mismos», o como estas otras: «Como el amor es la vida, solo sobrevivirán los que hayan amado.» Otras veces vienen de las Escrituras, como la que me llegó en la noche del 21 al 22 de noviembre de 1970: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas.»

Surgen, como respuestas exactas y espontáneas, a cuestiones mentales. Se nos dan las premisas, basta que servirnos de nuestra razón y sacar las consecuencias. Basta deducir y tender, poco a poco, hacia una verdad más completa, hacia un absoluto más amplio. Basta llevar la Palabra hasta sus últimos reductos.

Señalemos de paso que la traducción «varias moradas» minimiza extrañamente el alcance de este versículo, porque varios, en buen francés, significa solamente más de uno, algunos. Ahora bien, el texto dice monai Pillai, multae mansiones: múltiples moradas.

Hay innumerables moradas; de ello hay que deducir la pluralidad de mundos metafísicos: hay muchos cielos, miríadas de ángeles, miles de millones de espíritus, benéficos o maléficos. Y como lo que está abajo es a imagen de los que está arriba, como el mundo natural refleja el mundo sobrenatural, como el mundo físico sucede al metafísico que lo predestina, hay que deducir también la pluralidad de las sustancias: hay muchos estados de la materia, lo mismo que la pluralidad de las realidades cósmicas: hay innumerables tierra y miles de millones de estrellas.

Hay que deducir de ello finalmente la pluralidad de los mundos del mental humano: hay muchas filosofías y religiones, que son verdaderas en la medida en que se organizan y gravitan en torno a esta idea-sol: no hay otro Dios distinto de Dios.

El sueño de una noche de otoño

A los espíritus, que en otra parte he llamado lo Iniciadores[1] y que Michel, el joven mensajero, llama Visitantes de Luz, les gusta enseñarnos y darnos las respuestas a través de los sueños. Lo he constatado, una vez más, en la noche del 23 al 24 de septiembre de 1971. Yo había leído, poco antes, la siguiente comunicación citada por Denis Saurat:

«Nosotros no podemos hacer nada a menos que se nos pida. Pero vosotros podéis rezar. La oración da fuerzas, tanto a nosotros, como al plano. Nos gusta responder a una llamada hecha libremente: esto nos da la ocasión de ayudar. Entonces, estamos en disposición de ayudar incluso a los que no saben nada de nosotros, a los que ni siquiera creen que existimos; si rezan a Cristo, si rezan a los dioses, nosotros los asistimos, y ellos creen que son sus dioses los que los asisten. Pero toda oración va a Cristo, toda ayuda viene de Cristo. Rezad directamente a Cristo y nosotros os ayudaremos. Estamos siempre dispuestos, con su permiso.»

Los dioses, este plural tiene por qué chocar. Pero ¿no se encuentra, justamente, en la primera carta a los Corintios?

«Hay un solo Dios, no hay otro. Porque aunque hay seres que son llamados dioses, sea en el cielo, sea en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), sin embargo, para nosotros, hay un solo Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un solo Señor, Jesucristo, por el que existen todas las cosas, y nosotros somos para él» (I Cor. 8, 5-6).

Los dioses, ¿no se trata aquí de las jerarquías más altas: Principados, Dominaciones y Glorias? Esos Elohim ¿no son, como lo sugiere Victor Hugo desde Pleno Cielo: «Esos seres, dioses para nosotros, criaturas para Dios»?

Me hacía yo todas estas preguntas, cuando, en la noche del 23 al 24 de septiembre, sucedió una cosa extraña y maravillosa.

Esto comenzó de manera inquietante… Dormía yo en mi pequeña casa rural, solo como de costumbre en mi viñedo de Cergy. Debía ser más de media noche, cuando fui despertado por un ruido frenético. Alguien desde el exterior quiere entrar, zarandea violentamente la puerta cerrada con llave, agita el llamador con rabia. Yo no me muevo, no enciendo mi bujía, espero en el silencio y en la angustia, espero que esto termine. En efecto, esto termina; se alejan…

Al cabo de cierto tiempo, decido salir a la terraza. Fuera, todo está en calma, tranquilo. Está tan claro que se podría creer que ya está amaneciendo. Pero sigue siendo de noche, una noche de luz, un resplandor, una ducha. Cosa pasmosa: las constelaciones han dejado lugar a esas figuras que las representan en los antiguos mapas celestes. Trazadas en ocre rosa sobre fondo azul, cubren toda la bóveda, y no solo la zona zodiacal. Solo hay figuras humanas, que deben ser Andrómeda, los Gemelos, Orión, la Virgen, Hércules, el Acuario, el Auriga, Perseo… Si hay animales, es en relación con un hombre.

Sobre esta cúpula celeste, en el doble sentido del término: físico y metafísico, descubro casi en el cénit un gigantesco agujero de luz: el que haría un racimo de mil soles. En este abismo cegador, no distingo nada.

El paisaje terrestre no se ha volatilizado sin embargo: sigue habiendo sombras chinescas; a mi izquierda, a lo lejos, las construcciones de la ciudad nueva; a mi derecha, los cerezos salvajes del pequeño bosque; ante mí, el melocotonero, el ciruelo y, más abajo, el bucle del Oise, lazo de plata.

El fenómeno tuvo tal tono de realidad que, al despertar, estaba convencido de haber  vivido todo esto de forma concreta. Después, me pregunto si salí o no a la terraza en plena noche. Entonces, recordando las figuras ocre rosa que cubrían todo el cielo, comprendo poco a poco que se trataba de una visión subjetiva.

¿Hay que integrar en el sueño la pesadilla del principio? Por otra parte, ¿era una pesadilla? Es muy posible que un vagabundo, al ver esta casa aislada, tuviera la intención de buscar en ella refugio durante la noche. No sería la primera vez que se escalan mis setos.

Me doy cuenta también de que la puerta que da al exterior está siempre cerrada con llave. Estoy seguro de haber salido a la terraza; estoy absolutamente seguro de no haber abandonado mi cama. Dicho de otra manera, hubo desdoblamiento. Mi espíritu en mi cuerpo sutil fue a contemplar la totalidad de la esfera de las almas, mientras mi cuerpo natural dormía el sueño más fisiológico.

En cuanto a la visión propiamente dicha, tiene una interpretación más fácil. Es una ilustración, en el doble sentido de explicación e iluminación.

Las figuras humanas ideales: esos Gemelos, esa Andrómeda, ese Orión, esa Virgen, ese Acuario, portador del ánfora, ese Sagitario, portador del arco, ese Perseo, portador de espada, son egregores del mundo de los espíritus.

Era como una respuesta a las preguntas que acababa de suscitar en mí, los días pasados, el pasaje de san Pablo: «Porque si hay seres que son llamados dioses, sea en el cielo, sea en la tierra, como hay muchos dioses…» (I Cor. 8, 5). El versículo misterioso era ya más fácil de descifrar. Los Mercurio, las Venus, los Saturno, los Urano existen, no ya como dioses antiguos, sino como categorías de entidades, como esferas espirituales cuyas radiaciones nos influyen. Bajo esta nueva luz es como hay que considerar a la astrología.

Queda el abismo de luz, si se puede hablar de abismo para algo que está encima. Esa apertura incandescente, ¿no era el cielo abierto o al menos entreabierto?

Esta primera noche del otoño de 1971, fue también, pensándolo bien, la experiencia de la muerte. Cuando uno menos lo espera, viene alguien a golpear tu puerta, alguien que se impacienta: ¡entonces, hay que salir! Un momento de angustia, luego todo se calma. Se sale del propio cuerpo espiritual por la puerta cerrada, abandonando el cuerpo físico tendido sobre el lecho. Se llega al mundo de la llegada todavía relacionado con la tierra, del que se perciben confusamente los paisajes, se entra en una inmensidad viva donde se ven, transfigurados, seres de nuestra raza.

Todo es luz y todo es calma. Todo es pureza y seguridad… Y se ve lejos, muy lejos, muy arriba, la sima solar aparentemente inaccesible: el cielo de los cielos.

Las lecciones de cosas

Los espíritus de los ángeles que se dirigen a nosotros con permiso divino utilizan el mismo lenguaje que los sueños y las profecías: la lección de cosas, la escena simbólica, la parábola. Nada es más gráfico, nada es más concreto que su enseñanza. Ahora bien, en nuestros días, y esto dura ya tres siglos, prevalece el lenguaje abstracto, el único que parece profundo, serio, científico. En realidad, lo abstracto está tan lejos de la cosa que representa como el billete de cien francos de comida que él compra. El oculta admirablemente los vacíos y las incertidumbres del pensamiento; él pone obstáculos al paso del espíritu; aparta a los hombres y a las mujeres de buena voluntad de la verdadera filosofía que es la ciencia carnal del bien-razonar, del bien-morir y del bien-sobrevivir.

Una filosofía, una teología, que no sean ni abstrusas, ni ocultas, y que accedieran a expresarse en un lenguaje encarnado, ¿son posibles y concebibles? Me planteaba esta cuestión cuando descubrí las siguientes líneas en la obra de un pensador que tuve el privilegio de conocer el Austria de 1945, cuando él vivía su último año. He aquí lo que escribía Keyserling en “Figures symboliques”:

«Lo abstracto fue universalmente juzgado superior a lo concreto y el espíritu que piensa por sí mismo, en contra de toda evidencia, fue considerado, no solo como una facultad de abstracción, sino como una abstracción en sí cuya sede estuviera en las regiones propias de lo abstracto.»

Es seguro que esta invasión del campo espiritual por el pensamiento y el lenguaje abstractos ha contribuido poderosamente a la extensión de la duda y de la incredulidad. Por otra parte, el mundo occidental vive en un equívoco mortal haciendo de lo espiritual como una especie de subproducto de lo intelectual.

Llamo intelecto (esta palabra seca y sin color) al mental puramente abstracto, e inteligencia a esa facultad real de captar globalmente lo real: por el razonamiento, por la intuición, por los sentidos y por esa energía que hay que llamar el corazón.

Y no perdemos nunca de vista que lo real se presenta siempre a nosotros bajo tres aspectos: físico, mental, espiritual.

¿Atenas o Corinto?

Esta enseñanza  muy concreta y muy actualizada que da el Cielo la concreta con las fechas y los lugares. Necesité cierto tiempo para captar las coordenadas de espacio. ¿Por qué Corinto y no Atenas, donde había estado unos días? Sin duda, porque la ciudad-símbolo, Atenas, es la capital de los sofistas, de los charlatanes a los que uno se imagina micro en mano. La palabra, el diálogo no son para ellos instrumentos de investigación, sino medios para hacerse valer. Por otra parte, ¿puede ser cuestión de diálogo cuando todo el mundo habla a la vez y nadie escucha? ¿Cómo hacer que penetre una verdad nueva en gente llena de sí misma? ¿Qué se puede echar en copas llenas hasta el borde? Esos brillantes conversadores tienen demasiado espíritu para acoger al Espíritu. Cuando las verdades llegan al ágora, solo son las fichas de un ajedrez en el que gana no el más auténtico, el más inspirado, sino el más listo. En Atenas, se puede hablar de todo menos de lo esencial: ¡la resurrección! Y sí, a pesar de todo, alguien hace referencia a ella, se adopta la peor actitud: la risa burlona. Atenas es la ofuscación intelectual.

Sí, pero porque es especialmente la ciudad-símbolo. ¿Corinto? Corinto había sido también la cortesana vestida de púrpura y escarlata. Cierto, a diferencia de Roma, esta prostituta era buena hija y jamás derramó la sangre de los santos. En todo caso, a primera vista, Corinto no tenía nada de elevado lugar crístico.

Me equivocaba totalmente. Si uno se informa, fue en Corinto donde Pablo fundó la primera comunidad cristiana en tierra helena y donde escribió la primera de sus cartas: la epístola a los Tesalonicenses, que es, por esto, el texto más antiguo de la Nueva Alianza. Fue a Corinto donde volvió muchas veces, especialmente en el 57[2], para pasar allí el invierno. Fue a Corinto donde Cristo vino en persona-espíritu. Se apareció a Pablo, desanimado, irritado por la violenta oposición de los judíos, para decirle: «No temas; habla y no te calles. Estoy contigo y nadie pondrá la mano sobre ti para hacerte mal, porque tengo un gran pueblo en esta ciudad.» (Hech. 18, 10).

Y Pablo se estableció entre estas gentes sobre las que el Maestro tenía importantes proyectos. El enemigo del espíritu es menos la sensualidad que el intelecto; la parte que en nosotros razona es con frecuencia más hostil al espíritu que nuestra parte carnal. Corinto, a diferencia de Patmos, no emitió mensaje, sino que le fue dirigido un mensaje fundamental. Este «gran pueblo» recibió dos escritos en los que el Espíritu soplaba a ráfagas: no era tanto la ciudad la que era significativa, como esas dos cartas enviadas desde Éfeso a los mejores de sus habitantes.

¡Dichosos los corintios que nos precedieron en el conocimiento y en la esperanza de la inmortalidad!

En efecto, todo lo que creen los que desean la vida futura, todo lo que hace posible y plausible esta inmensa espera se encuentra confirmado en estas dos epístolas. En 1957, yo conocía bien algunos pasajes, pero eran esos, siempre los mismos, que se citaban en los sermones: «Aunque hablase las lenguas de los hombres y las de los ángeles, si no tengo caridad soy solo una campana que suena o un címbalo que replica…» «Oh, muerte, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh sepulcro! ¿dónde está tu victoria?» Y, por supuesto: «me fue dado un aguijón en la carne».

Todo lo que, por mi parte, había detectado laboriosamente en veinte años de investigaciones, se expresaba en otro lenguaje en estos veintinueve capítulos.

Llevamos este tesoro en vasos de barro

Ante todo, se formulaba en varias ocasiones la existencia de ese cuerpo metafísico sin el que no se puede imaginar la vida, sea natural, sobrenatural o eterna. Sin el cuerpo espiritual todo se hace irreal y borroso… Sin el cuerpo espiritual, el cielo y la tierra no pueden relacionarse, interpenetrarse… comprenderse en todos los sentidos de este verbo.

Este permanente paralelismo, esta comparación repetida entre el cuerpo de carne y el cuerpo de espíritu se formulaba, de la manera más exacta y más hermosa, en la Primera Epístola a los Corintios. El cuerpo espiritual, incorruptible como el oro, está ya presente en el cuerpo físico, frágil como un vaso de barro: «Llevamos este tesoro en vasos de barro.» (II Cor. 4, 7).

Lo mismo que existen cuerpos terrestres, existen cuerpos celestes, y estos cuerpos celestes de distinto resplandor como entre los propios astros.

El cuerpo físico es el hombre exterior que se destruye día a día, es la tienda, morada ligera y provisional, que habrá que plegar muy pronto (II Cor. 5, 1).

El cuerpo espiritual es el hombre interior que se renueva día a día, es el edificio, morada eterna de la que Dios nos revestirá.

El cuerpo físico es sembrado, es decir enterrado, en la corrupción, el desprecio y la debilidad.

El cuerpo espiritual surge en la incorrupción, la gloria y la fuerza. Sería momento de examinar lo que se oculta bajo este término de gloria, que vuelve una cantidad incalculable de veces en el Nuevo Testamento. No se trata evidentemente de una gloria al estilo de Napoleón, sino de un estado superior de incorrupción y de resplandor. Se trata, a veces también, de esferas espirituales blancas como en el célebre pasaje: «Pero todos nosotros, con el rostro una vez desvelado, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen de gloria en gloria según el espíritu del Señor.» (II cor. 3, 18).

Apo doxes eis doxan, a claritate in claritatem, de esfera blanca en esfera blanca…

En fin, se trata, aunque mucho más raramente, de jerarquías celestes, como en la epístola donde Judas se enfrenta a los que los injurian: «Desprecian a las Dominaciones y blasfeman contra las Glorias.» Muchos han traducido: desprecian a los poderes, como si se tratase de poderes políticos.

Resurrección inmediata

Se siembra cuerpo animal, se resucita cuerpo espiritual. Todo el pasaje está en presente para afirmar la resurrección inmediata. Estos acontecimientos no se producen en millones de siglos, sino en unos años, en unos meses, mañana… enseguida.

Los corintios estaban tan convencidos de la resurrección inmediata que algunos de ellos se hacían bautizar por sus muertos. Habían presentido que un acto terrestre tenía repercusiones inmediatas en el otro mundo (I Cor. 15, 29).

Habían comprendido que las oraciones que acompañaban a este sacramento podían acelerar la evolución de sus desaparecidos. Este hermanamiento de la comunidad encarnada y de la comunidad desencarnada establecía efectivamente la comunión de los santos a través del velo.

Si Pablo no enseña la resurrección al final de los tiempos no enseña tampoco su corolario: la resurrección de la carne. «La carne y la sangre, escribe, no pueden heredar el reino de Dios y la corrupción no hereda la incorruptibilidad… Insensato, lo que tú siembras (es decir, lo que entierras), no es el cuerpo que resucita.» (I Cor. 25, 36 y siguientes).

El dogma de la resurrección de la carne, con todas las imposibilidades que supone, ha contribuido poderosamente a apartar a nuestros contemporáneos de la idea de resurrección.

Diversidad de vocaciones

Contrariamente a los que enseñan este engaño: la inmortalidad impersonal e inconsciente, Pablo afirma: «Entonces, conoceré como fui conocido.»

Contrariamente a ciertos místicos que parecen hacer alarde de despreciar la inteligencia, él le devuelve su rango y su misión: «Yo rezaré bajo la inspiración del Espíritu, pero rezaré también con mi inteligencia. Cantaré bajo la inspiración del Espíritu, pero cantaré también con mi inteligencia.» (I Cor. 14, 15).

Contrariamente a los que desearían que nos derritamos todos en el mismo modelo, pone el acento en la diversidad de dones espirituales: a uno la sabiduría, a otro el conocimiento, a otro la fe, a otro el don de la curación, a otro los milagros, a otro la profecía, a otro el discernimiento de espíritus, a otro el don de hablar en diversas lenguas. Todos estos dones son nulos y sin valor, si no están vivificados por el amor.

Esta diversidad de vocaciones en este mundo continúa en el otro. Unos acogen a los recién llegados, otros curan sus cuerpos espirituales traumatizados por la agonía, otros guían en su nueva vida. Algunos tienen como misión inspirar a los que todavía viven en la carne, otros llevarles consuelo.

Vuestro cuerpo es un templo

Contrariamente a los que dicen: «Tu cuerpo es tuyo», él escribe: «Vosotros no os pertenecéis, vuestro cuerpo es el templo del Espíritu.» (I Cor. 6, 19).

El cuerpo es un templo, no es una tumba, como dijeron los idealistas como Platón y sus epígonos. Sôma naos se opone deliberadamente a sôma sema.

No es un andrajo, como clamaban los espiritualistas en la siniestra línea de la Imitación de Cristo.

No es una máquina, como sostenían los sabios materialistas del siglo XIX y de principios del XX.

El cuerpo es un templo: no un templo oriental, una especie de jungla arquitectónica, sino un templo armonioso y regular como los que Pablo podía contemplar en Corinto.

Su altar es el corazón de donde irradia la sangre que es de la naturaleza del fuego. Su santo de los santos es el cerebro en su triple membrana. Para designar el interior del cráneo, los antiguos decían coelum capitis, por analogía con la bóveda celeste; los modernos dicen: la caja craneal; esperemos que no sea por analogía con la caja de basuras.

Si creemos en Cristo para esta vida solamente somos los más miserables de todos los hombres.

Contrariamente a los clérigos que, cuando se avienen a recordar la resurrección, nos hablan siempre de la de Cristo y nunca de la nuestra, Pablo establece con una lógica implacable el siguiente razonamiento:

«Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de muertos? Si ni hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, nuestra predicación es inútil, y vuestra fe es también inútil. En efecto, si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó… Si solo tenemos esperanza en Cristo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres.» (I Cor. 15, 12-19).

Este último versículo, que habría que dedicar a los sacerdotes y pastores que han comprometido toda su acción y toda su palabra para esta vida solamente, y casi siempre puesto en cuarentena. No es el único por otra parte. ¡Cuántos pasajes borrados porque no cuadran con la enseñanza oficial de las Iglesias!

Puesto que deseáis con fuerza a los espíritus…

He aquí un versículo intencionalmente acicalado. Todo el mundo conoce (I Cor. 14, 12): «Puesto que deseáis con fuerza los dones espirituales, tratad de tenerlos en abundancia para la edificación de la asamblea.»

Pues bien, oh estupor, oh escándalo, en realidad dice: «Puesto que deseáis con fuerza a los espíritus: epei zelotai este pneumatôn. Lo que honestamente tradujo san Jerónimo: «Quoniam aemulatores estis spirituum.» Cuando el apóstol Pablo, que sabe griego, quiere hablar de los dones espirituales, dice charismata (I Cor. 12, 4) o tà pneumatikà (I Cor. 14, 1): «Zeloûte dè tà pseumatikà»: desead con fuerza los dones espirituales. Es interesante observar cómo los traductores de toda lengua y de toda confesión se han puesto tácitamente de acuerdo para vaciar, una vez más, al mundo invisible. Las biblias francesas, la biblia alemana, la eslava, la inglesa han traducido intencionalmente «espíritus» por «dones espirituales».

Los cierto es que este importante versículo contiene una verdadera carta de las comunicaciones con el más allá: puesto que deseáis con fuerza a los espíritus, tratad de contar con ellos en abundancia para vuestra edificación… y no para vuestra diversión. Para vuestra evolución y no para vuestra curiosidad. Para vuestra salvación y no para vuestro deseo de conocer el futuro.

El éxtasis de la Ascensión

Está de moda, desde hace cierto tiempo, abrumar a Pablo con todos los pecados de Israel. Diecinueve siglos después de su muerte, la calumnia levanta su cabeza de serpiente, se endereza y silva, y escupe, y muerde.

De creer a todos los detractores del apóstol, él habría falseado desde el principio todo el cristianismo. Todo lo que en esta religión nos molesta tendría en él su origen, y solo en él. Sería el calvo, el sarnoso, de donde vendría todo el mal.

Y se complacen en oponer sus escritos a los Evangelios, sin querer darse cuenta de que el mensaje es exactamente el mismo y que los primeros son muy anteriores a los segundos. En efecto, el conjunto paulino se extiende a lo largo de los años 50, mientras que los Evangelios se suceden en un período más largo y más tardío: desde los años 60 del Evangelio arameo de Mateo a los años 100 del Evangelio de Juan.

A Pablo se le echa siempre en cara que nunca conoció personalmente a Jesús, pero si no conoció al Cristo terrestre, conoció íntimamente al Cristo celeste, el que le habló en el camino de Damasco, el que se le apareció en una casa de Corinto y en el templo de Jerusalén.

Pablo fue constantemente e indirectamente instruido por el mismo Jesús que le proporcionaba advertencias, ánimos, directrices. En los Hechos, es el Espíritu de Jesús el que desaconseja al apóstol y a sus compañeros ir a Bitinia (Hech. 16, 7).

«¿No soy yo apóstol? exclama ¿no he visto a Jesús?» Habría podido añadir: «¿No fui elevado hasta el tercer cielo donde oí palabras inefables que a ningún hombre le está permitido revelar?»

Cuando, catorce años después, se refiere a este acontecimiento extraordinario lo describe en tercera persona; cuando piensa de nuevo en el día en que fue arrebatado por el éxtasis, se pregunta si fue en su cuerpo físico o fuera de este cuerpo. Con toda probabilidad, hubo desdoblamiento y, mientras el cuerpo de carne permanecía postrado, el cuerpo de espíritu se desprendía y, con vuelo firme, ascendía hasta lo más alto de los cielos.

¡Ah! Ocultadnos ese Cielo que no podríamos ver

Las Ascensiones, sean provisionales como la de Pablo o definitivas como la de Cristo, ya no son vistas en olor de santidad.

Ya he hablado de ese pastor que comienza a leer en el púlpito el famoso relato del libro de los Hechos: «Después de pronunciar estas palabras, fue elevado mientras ellos lo miraban, y una nube lo ocultó a sus ojos. Y como ellos miraban fijamente al cielo mientras él se alejaba, dos hombres vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: “Hombres galileos, ¿por qué os quedáis parados mirando al cielo?”».

Sobre esto, el citado pastor comienza su predicación; ni una palabra sobre la Ascensión, esa entrada en la gloria y la alegría de la vida eterna. En cambio, elabora su meditación sobre esta última frase: «¿Por qué os quedáis parados mirando al cielo?» y nos explica que esto era realmente lo último que había que hacer y que el mundo estaba lleno de tareas más urgentes. ¡Francamente, la carne es débil!

Son demasiados los predicadores que nos dicen: Hablemos de cosas actuales, hermanos míos: de huelgas, de droga, de erotismo, de política, del tercer mundo, pero, en cuanto a la gracia, evitemos los temas mitológicos. Por amor a la tierra, no hablemos más del Cielo.

Las Iglesias de hoy sienten hacia el Cielo la misma aversión que las Iglesias de antaño sentían por el sexo, y Molière me permitirá traducir Tartufo al gusto de hoy:

¡Ah! ocultadnos ese Cielo que no se podría ver.

Por cosas así, se ven las almas vulnerables

Y esto hace que lleguen pensamientos culpables.

Las Iglesias de hoy, obsesionadas por los fines inmediatos, no se preocupan mucho por los últimos fines. La inmoralidad del alma forma parte de la trascendencia, pero la teología que está de moda es la teología de la inmanencia. Hoy, cuando se plantea la cuestión del más allá, sacerdotes y pastores presentan los mismos argumentos-clichés que los materialistas. He aquí algunos oídos en la radio o en la prensa religiosa:

— Nadie ha vuelto de allí para decirnos lo que hay.

— La muerte es esencialmente absurda.

— Somos nuestro cuerpo.

— No se logra imaginar un alma desprendida del cuerpo.

— Cuerpo espiritual, la expresión es literalmente incomprensible.

Y aquí, nos encontramos en el centro del problema. Como han perdido los conocimientos esotéricos, no saben los que significa cuerpo espiritual. Es evidente que, sin cuerpo espiritual, no es posible la supervivencia.

«Solo tenemos una vida», proclamaba un obispo. «La muerte es total», lanzaba como un eco un pastor. Y, recientemente, exclamaba levantando los brazos al cielo (un cielo atmosférico, por supuesto): «¡Y pensar que aún me piden misas por las almas del Purgatorio!»

Tomando las curvas unas veces hacia la derecha, otras hacia la izquierda, las Iglesias han descarrilado. No se puede permanecer en un tren que ha descarrilado, se toman las maletas y se sigue a pie.

Seguir a pie, sin impedimenta, es lo que yo hacía, yo que, como todo el mundo, habría podido tomar el coche hacia Corinto. Este itinerario, fértil en alegría y en certezas, acababa como había comenzado, puesto que en esta primera epístola escrita en la primavera del año 55 en Éfeso, por el coloso de los pies de bronce, yo podía leer, para gran sorpresa mía, una palabra idéntica a la que había oído: Hay un solo Dios, no hay otro.

El camino de Corinto era por tanto, al fin y al cabo, el camino de los corintios.


[1] . Los visitantes del otro Mundo, Traducido en Aquí-Allá, Madrid

[2] . Según la cronología del Dr. Karl Ploetz, en Auszug aus der Geschichte.