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¿Qué pasaría si un día se descubriera el modo de reanimar a J. F. Kennedy y a los cadáveres congelados en EEUU? ¿Qué supondría el que, mediante células-madre u otro procedimiento, se dotara a un minusválido de la pierna que no tiene? ¿Es un milagro que el cuerpo del Padre Pío siga incorrupto y así se exponga estos días?

Recuerdo que, en mis tiempos, se nos daba esta definición de milagro: «Efecto sensible, más allá de las leyes naturales, producido por Dios». El problema es que no sabemos hasta dónde llegan las leyes naturales; porque algo que hace unos siglos o años se creía que superaba esas leyes hoy o mañana puede considerarse incluido en las leyes naturales.

Según el P. Brune, a través de la historia se ha considerado el milagro como una prueba para demostrar la divinidad de Jesucristo o santidad de alguien y no como una señal religiosa de la presencia y del amor de Dios. El avance de la ciencia ha hecho afinar cada vez más la noción de milagro, de tal manera que en Lourdes, en 140 años, de las 6.500 curaciones presentadas 2.000 fueron reconocidas como inexplicables, ¡pero sólo 66 han sido admitidas por la Iglesia como «milagrosas»! Por aquí, hay un muro. El camino tal vez está, como dice François, en considerar el milagro como signo, no como prueba…

¡Buen día!


PRIMERA PARTE: «EL SENTIDO DEL MILAGRO»

II – Las señales de Dios

El milagro es ante todo una señal, y una señal religiosa. Para ser una señal, es necesario que se trate de un fenómeno extraordinario, que afecta a la imaginación, que atrae la atención; un fenómeno raro, excepcional. Desgraciadamente, los teólogos han querido hacer de él una prueba, lo que falsea profundamente el sentido. Expliqué en otra parte, a partir del cuento de «la bella y la bestia», por qué una verdadera prueba, lejos de servir para nuestra salvación, la convertiría en imposible(1). Me he mostrado siempre contra las famosas «pruebas» de la existencia de Dios, desarrolladas por santo Tomás de Aquino e impuestas por el concilio Vaticano I. Debido a esto, he tenido incluso dificultades en la Iglesia, ya como seminarista y más aún como profesor de teología, expulsado de unos seminarios a otros porque rechazaba estas famosas pruebas y todo el horroroso racionalismo de santo Tomás al que tanto se refiere el papa Juan Pablo II. Por el contrario, siempre me he sentido muy de acuerdo con los ortodoxos que siempre han rechazado esas «pruebas», especialmente con la fórmula de Paul Evdokimov: «No se demuestra la existencia de Dios, se experimenta». Hay aquí bastante más que un juego de palabras. Se trata de establecer correctamente el terreno en el que puede tener lugar nuestro encuentro con Dios. Este terreno incluye ciertamente la razón, pero no se reduce a ella. Es necesariamente con todo nuestro ser como puede tener lugar este encuentro. Es el fruto de la inteligencia del corazón.

Desgraciadamente, nuestros teólogos (y «la Iglesia» con ellos, es decir, más exactamente, la jerarquía de la Iglesia con ellos) han tratado siempre de imponer la fe por la sola razón. Y esto desde que, en la Edad Media, se pidió a santo Tomás de Aquino elaborar una teología partiendo de los postulados de un filósofo genial, pero pagano, Aistóteles. Es fatalmente en el mismo espíritu es como iba a entender el mismo santo Tomás el milagro: «Un hecho es milagroso cuando supera el orden de la naturaleza creada. Sólo Dios puede obrar así (2).» Esta concepción se mantuvo durante siglos, cuando la enseñanza de santo Tomás había caído en el olvido. En 1950, el P. Garrigou-Lagrange definía el milagro como «un hecho producido por Dios en el mundo, al margen del orden de actuación de toda la naturaleza creada (3)». Y en 1958, el P. Dhanis, profesor en la Universidad gregoriana, en Roma, seguía viendo en el milagro un prodigio «sustraído divinamente al modo de actual de las leyes naturales». Lee el resto de esta entrada »

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